"Elogio apasionado del conocimiento" es el título de una conferencia de Antonio Muñoz Molina que yo encontré en el Facebook de Elvira Lindo, su mujer. Disfruté muchísimo con su lectura, así que me ha parecido oportuno colgar aquí unos párrafos de la misma porque estoy segura de que a muchos de los troncedanos de su generación (también de otras precedentes e incluso más jóvenes) os resultarán tan familiares como a mí algunas de las afirmaciones del autor. Todo el texto es magnífico, así que si te interesa conocerlo en su totalidad puedes encontrarlo aquí.
(...) Pertenezco a una generación que nació en la mitad del siglo pasado y por lo tanto ha vivido a medias entre dos mundos. Nos hicimos adultos en un país que empezaba a ser próspero, pero tenemos recuerdos muy nítidos de la pobreza y el atraso. Vivimos en grandes ciudades y en mayor o menor medida casi todos nos hemos asomado a otros países del mundo, pero nos criamos en sociedades rurales en las que la vida se reducía al círculo muy estrecho del pueblo o del barrio campesino, y en las que las expectativas de bienestar eran muy limitadas, y menos verosímiles que las de retroceso, porque una mala cosecha o unos años de sequía o una enfermedad podían traer la ruina, o estrechar más aún el cerco de la pobreza. Muchísimos de nosotros fuimos los primeros en nuestras familias no ya en llegar a la universidad sino en terminar la escuela primaria y hacer el bachillerato. Los escritores tienden a atribuirse pasados singulares en los que muy prematuramente ya se insinuaba la predestinación para la literatura. Pero que yo me hiciera escritor no es más significativo, en términos de cambio social, que las carreras profesionales de otros coetáneos míos de parecido origen: profesores, médicos, ingenieros, periodistas, abogados. Cuando nos encontramos por el mundo nos reconocemos sin vacilación, con una fraternidad instantánea basada en la memoria común, que nos alivia de la necesidad de explicarnos. Algunas veces tenemos recuerdos que parecen más antiguos que nuestras propias vidas. Somos parecidos a ese tipo de personaje tan frecuente en las novelas americanas del siglo XX, el hijo de emigrantes que habla sin acento la lengua del nuevo país y se mueve con fluidez en él pero conserva la lengua de sus padres y siente que viaja a otro mundo o a otra región del tiempo cuando visita el barrio en el que nació, y del que los emigrantes de la primera generación nunca salieron del todo. Nuestros padres pertenecen al país del pasado, nuestros hijos al del porvenir. Nosotros, que hemos vivido con plena conciencia el tránsito del uno al otro, no nos identificamos por completo con ninguno de los dos. Dibujamos las primeras letras sobre una pequeña pizarra con un marco de madera y ahora escribimos en un ordenador portátil en el que acarreamos sin peso toda la biblioteca de nuestros trabajos y todas nuestras conexiones instantáneas con el mundo exterior. Nuestros padres segaban con hoces y cavaban la tierra con azadas y nuestros hijos envían a toda velocidad mensajes por el teléfono móvil en un lenguaje cifrado que a nosotros nos cuesta comprender. Nos acordamos de cómo era el mundo antes de la televisión y ahora navegamos con soltura por Internet y sabemos encontrar en youtube una actuación recóndita de Thelonious Monk en los años cuarenta. Para nuestros hijos viajar en el AVE en menos de tres horas de Madrid a Barcelona es tan natural como lo fue para nosotros pasarnos largas noches enteras en los expresos que nos llevaban a Madrid. Ellos se mueven por Europa sin fijarse mucho en las fronteras que cruzan. Nosotros nos acordamos de cuando hacía falta un certificado de buena conducta expedido por la policía para solicitar un pasaporte, y los hombres de la generación de nuestros padres apenas salieron de jóvenes de su pueblo natal para ir al ejército, y cuando salían a Europa era para trabajar en tareas agotadoras y muchas veces serviles en países de gente arrogante y hostil que les daba órdenes en lenguas que ellos no entendían. Y cuando nos va a ganar el fatalismo sobre nuestro sistema político una punzada instintiva nos recuerda siempre que por muy defectuosa que sea la democracia nunca es lícito renegar o capitular de ella, porque hemos vivido en una dictadura y recordamos la experencia de su grosería y su fealdad, y conocemos de primera mano la diferencia entre tener libertad y no tenerla, entre ser un súbdito y ser un ciudadano.
Y nos damos cuenta, según cumplimos años y tenemos hijos, de que una de nuestras obligaciones es contar lo que nosotros hemos vivido, explicar con cuidado cómo fueron las cosas para que quienes no las vivieron sepan calibrar cómo son ahora, qué reciente es todo lo que ellos tienden a dar por supuesto qué poco tiempo ha pasado desde que parecía imposible lo que ahora resulta casi aburridamente cotidiano. Pero ésta ha sido inmemorialmente la tarea de la enseñanza y la responsabilidad de las generaciones mayores hacia las jóvenes: la transmisión de conocimientos fundamentales para explicar con veracidad el mundo y para sobrevivir con dignidad en él. La historia entera de la especie humana se basa en ese trasiego permanente de la experiencia acumulada y renovada por las generaciones sucesivas.
Como a mucha gente de mi edad, me criaron personas que poseían saberes prácticos muy valiosos y sutiles y que profesaban una reverencia temerosa hacia las formas abstractas del conocimiento, para ellos inaccesibles. En la mayor parte de los casos escribían y leían con dificultad pero al decir la palabra saber parecía que la pronunciaban con mayúscula. “El Saber no ocupa lugar”, decían. “El que no sabe es como el que no ve”. Muchos de ellos no habían tenido nunca la oportunidad de ir a una verdadera escuela. Otros habían acudido brevemente a aquellas escuelas llamadas de “perra gorda” en las que maestras aficionadas, con buena voluntad y no mucha instrucción, les enseñaban rudimentos de escritura y de cuentas en graneros o portales. A mi abuelo materno, que llegó a tener una letra elegante y leía con una noble entonación algo enfática, le enseñó a leer y a escribir por las noches, a la luz de un candil, un capellán o sacristán del cortijo en el que trabajaba como mulero(y perdonen que me sume a la moda de sacar a relucir un abuelo:lo hago por razones estrictamente sociológicas). En 1936, cuando estalló la guerra, mi padre tenía ocho años, y mi madre seis. Los dos dejaron entonces la escuela para no regresar, él forzado a trabajar en el campo ayudando a su abuelo mientras su padre estaba en el frente, ella en una casa de muchos hermanos en la que las obligaciones domésticas le hicieron olvidar pronto una afición precoz a la lectura. Hombres y mujeres eran conscientes con la misma agudeza de las limitaciones que la falta de instrucción formal imponían en sus vidas, pero las experimentaban de manera distinta. Los varones, a los que uno veía moverse con tanta seguridad y soltura en los trabajos del campo, se volvían medrosos cuando trataban con personas que tenían sobre ellos una posición de poder basada en los privilegios misteriosos del conocimiento: funcionarios, médicos, abogados, jueces, inspectores, sacerdotes, figuras de autoridad casi siempre despectiva y muchas despótica que habían accedido a ella por nacimiento o porque tenían estudios. “Tener estudios” quería decir vagamente haber hecho una carrera, hablar de una forma sonora usando palabras poco comprensibles, incluso saber latín. “Ese sabe latín”, decían de alguien no particularmente honrado, pero sí muy hábil para sacar beneficio sin demasiado esfuerzo, y muchas veces con engaño. Hasta un oficinista que supiera escribir a máquina y hacer anotaciones enigmáticas en grandes libros de registro ostentaba poder y disfrutaba privilegios: entre otros, el no pequeño de trabajar bajo techado, a salvo del calor, de la lluvia o del frío. Para defenderse de esa gente hacía falta un dominio de las palabras habladas y escritas equiparable al suyo. Por mucho que se esforzara en su trabajo, un campesino o un artesano sabía que sus posibilidades de progreso eran muy limitadas. Pero abogados, jueces, inspectores, recaudadores, podían quitarle lo que era suyo y arruinarle la vida. La ignorancia era una debilidad y una humillación; un insulto de clase.
Para las mujeres esa conciencia de inferioridad era aún mayor porque reforzaba su posición subordinada hacia los hombres. Nosotros, de niños, imaginábamos que ese era el orden natural de las cosas, y ni siquiera cuando empezamos a alimentar conatos adolescentes de rebeldía política se nos ocurrió que las mujeres en nuestras familias sintieran alguna forma de disgusto hacia el papel que se les asignaba. Leíamos en secreto el Manifiesto Comunista de Marx y la Revolución Sexual de Wilhelm Reich pero no teníamos el menor reparo en que nuestras madres y hermanas nos hicieran las camas, nos sirvieran la comida y se qudaran fregando platos y barriendo la cocina cuando nosotros ya habíamos regresado a nuestra lectura emancipatoria. Para las mujeres de clase trabajadora que no pudieron seguir yendo a la escuela ni tener derechos civiles después de la victoria franquista la falta de educación formal era una injuria todavía más inmediata, porque confirmaba su dependencia absoluta de padres y maridos, su encierro en la casa y en las labores domésticas, la pura imposibilidad del libre albedrío.(...)
Y nos damos cuenta, según cumplimos años y tenemos hijos, de que una de nuestras obligaciones es contar lo que nosotros hemos vivido, explicar con cuidado cómo fueron las cosas para que quienes no las vivieron sepan calibrar cómo son ahora, qué reciente es todo lo que ellos tienden a dar por supuesto qué poco tiempo ha pasado desde que parecía imposible lo que ahora resulta casi aburridamente cotidiano. Pero ésta ha sido inmemorialmente la tarea de la enseñanza y la responsabilidad de las generaciones mayores hacia las jóvenes: la transmisión de conocimientos fundamentales para explicar con veracidad el mundo y para sobrevivir con dignidad en él. La historia entera de la especie humana se basa en ese trasiego permanente de la experiencia acumulada y renovada por las generaciones sucesivas.
Como a mucha gente de mi edad, me criaron personas que poseían saberes prácticos muy valiosos y sutiles y que profesaban una reverencia temerosa hacia las formas abstractas del conocimiento, para ellos inaccesibles. En la mayor parte de los casos escribían y leían con dificultad pero al decir la palabra saber parecía que la pronunciaban con mayúscula. “El Saber no ocupa lugar”, decían. “El que no sabe es como el que no ve”. Muchos de ellos no habían tenido nunca la oportunidad de ir a una verdadera escuela. Otros habían acudido brevemente a aquellas escuelas llamadas de “perra gorda” en las que maestras aficionadas, con buena voluntad y no mucha instrucción, les enseñaban rudimentos de escritura y de cuentas en graneros o portales. A mi abuelo materno, que llegó a tener una letra elegante y leía con una noble entonación algo enfática, le enseñó a leer y a escribir por las noches, a la luz de un candil, un capellán o sacristán del cortijo en el que trabajaba como mulero(y perdonen que me sume a la moda de sacar a relucir un abuelo:lo hago por razones estrictamente sociológicas). En 1936, cuando estalló la guerra, mi padre tenía ocho años, y mi madre seis. Los dos dejaron entonces la escuela para no regresar, él forzado a trabajar en el campo ayudando a su abuelo mientras su padre estaba en el frente, ella en una casa de muchos hermanos en la que las obligaciones domésticas le hicieron olvidar pronto una afición precoz a la lectura. Hombres y mujeres eran conscientes con la misma agudeza de las limitaciones que la falta de instrucción formal imponían en sus vidas, pero las experimentaban de manera distinta. Los varones, a los que uno veía moverse con tanta seguridad y soltura en los trabajos del campo, se volvían medrosos cuando trataban con personas que tenían sobre ellos una posición de poder basada en los privilegios misteriosos del conocimiento: funcionarios, médicos, abogados, jueces, inspectores, sacerdotes, figuras de autoridad casi siempre despectiva y muchas despótica que habían accedido a ella por nacimiento o porque tenían estudios. “Tener estudios” quería decir vagamente haber hecho una carrera, hablar de una forma sonora usando palabras poco comprensibles, incluso saber latín. “Ese sabe latín”, decían de alguien no particularmente honrado, pero sí muy hábil para sacar beneficio sin demasiado esfuerzo, y muchas veces con engaño. Hasta un oficinista que supiera escribir a máquina y hacer anotaciones enigmáticas en grandes libros de registro ostentaba poder y disfrutaba privilegios: entre otros, el no pequeño de trabajar bajo techado, a salvo del calor, de la lluvia o del frío. Para defenderse de esa gente hacía falta un dominio de las palabras habladas y escritas equiparable al suyo. Por mucho que se esforzara en su trabajo, un campesino o un artesano sabía que sus posibilidades de progreso eran muy limitadas. Pero abogados, jueces, inspectores, recaudadores, podían quitarle lo que era suyo y arruinarle la vida. La ignorancia era una debilidad y una humillación; un insulto de clase.
Para las mujeres esa conciencia de inferioridad era aún mayor porque reforzaba su posición subordinada hacia los hombres. Nosotros, de niños, imaginábamos que ese era el orden natural de las cosas, y ni siquiera cuando empezamos a alimentar conatos adolescentes de rebeldía política se nos ocurrió que las mujeres en nuestras familias sintieran alguna forma de disgusto hacia el papel que se les asignaba. Leíamos en secreto el Manifiesto Comunista de Marx y la Revolución Sexual de Wilhelm Reich pero no teníamos el menor reparo en que nuestras madres y hermanas nos hicieran las camas, nos sirvieran la comida y se qudaran fregando platos y barriendo la cocina cuando nosotros ya habíamos regresado a nuestra lectura emancipatoria. Para las mujeres de clase trabajadora que no pudieron seguir yendo a la escuela ni tener derechos civiles después de la victoria franquista la falta de educación formal era una injuria todavía más inmediata, porque confirmaba su dependencia absoluta de padres y maridos, su encierro en la casa y en las labores domésticas, la pura imposibilidad del libre albedrío.(...)
(...) Aspirantes a caudillos políticos o religiosos quieren robarnos el albedrío en nombre de la adhesión a la patria o a la causa o al reino de los cielos: el conocimiento fortalece nuestra soberanía personal y la fraternidad con nuestros semejantes y nos ayuda a desbaratar las mentiras que nos cuentan. Y también nos descubre el saber que más falta nos hace: cómo vivir con dignidad, aquí mismo, ahora mismo, honrando a los que vivieron antes que nosotros, cuidando los dones valiosos y frágiles de este mundo, que es el único mundo y el único paraíso posible, trantando de no hacerlo inhabitable para los que vengan detrás de nosotros.
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