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La calle Sobrarbe arranca en el mismo puente de Piedra zaragozano |
Los responsables de nominar las
calles de Zaragoza no se han olvidado de incluir las referencias a Sobrarbe.
Además lo han hecho de manera bastante apropiada en mi modesta opinión; primero,
por la localización, ya que muchas de las vías “sobrarbenses” están en la
margen izquierda del Ebro, como si se hubiera pretendido orientar los rótulos callejeros
hacia los lugares evocados; y, segundo, por el barrio en el que se ubican la
mayoría, el entrañable Arrabal, un barrio obrero en cuyas humildes viviendas se
instalarían muchos de los montañeses que emigraron a las ciudades, aunque no fuera el mayor porcentaje de los que lo
hicieron en total porque ya sabemos que por este territorio han prevalecido
como foco de atracción migratoria las
tierras catalanas.
Tras este preámbulo, empezamos el
peculiar recorrido “montañés” y la cosa
promete pues partimos de uno de los puntos más antiguos y emblemáticos del
paisaje zaragozano, el puente de Piedra, un monumento del s. XV levantado en el
mismo emplazamiento donde se sabe que anteriormente hubo uno de factura romana y
que constituyó un punto neurálgico de batallas durante los Sitios de la guerra
de la Independencia en los inicios del s.XIX; en la actualidad se halla custodiado por
cuatro leones de bronce del escultor Francisco Rallo que representan al animal
que protagoniza la enseña de la ciudad. Es
allí mismo donde comienza la calle
Sobrarbe que, con su larga perspectiva y edificios de empaque iniciales nos
anima a pensar que se ha reservado al viejo condado una vía urbana de notable
importancia. Sin embargo, conforme vamos avanzando, nuestro gozo se convierte en un pozo ya que, salvando
algunas excepciones, entre los que se encuentra la iglesia de Altabás, el centenario colegio Cándido Domingo y poco más, lo que encontramos a ambos lados
de la calle son modernos edificios de los años del desarrollismo que
sustituyeron en su día a las casas de los hortelanos del viejo arrabal. Es
decir, altos bloques de pisos que carecen de valor estético alguno. Y, lo que
es más grave, pareciera que los urbanistas o munícipes se hubieran arrepentido
de dedicar una calle de este porte a Sobrarbe y, a escasos trescientos metros
de su inicio, decidieran cambiarla de nombre y dedicar más de tres cuartas
partes de la vía al monasterio de San Juan de la Peña, cambiándole incluso la
categoría, pues de calle pasa a ser avenida. Menos mal, que su último número,
el 63, ha quedado inmortalizado en un bar en el que poder ahogar el chasco que
nos acabamos de llevar…
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Final de la calle Sobrarbe |
público
Prácticamente desde este punto
podemos acceder fácilmente al resto de calles del itinerario propuesto
inicialmente. Aunque todas estén próximas no dejarán de sorprendernos algunos
contrastes; por ejemplo, cruzando a la otra acera y girando a la derecha nos
adentramos en la calle Bielsa, localidad a la que le han
dedicado una de las nuevas y modernas vías que se abrieron con la
reurbanización de los terrenos industriales próximos a la vieja Estación del
Norte, así que los belsetanos que se acerquen a comprobarlo no echarán del todo
en falta el verdor ambiental pues se trata de un entorno con abundante arbolado
y amplios espacios ajardinados. También moderna pero con mayor densidad de
cemento y ladrillo es la contigua y paralela que lleva el nombre del Valle de Bujaruelo. El cambio es
notable cuando, pocos metros más adelante, volviendo a atravesar la vía que ya
no se llama Sobrarbe como hemos apuntado, y haciendo esquina con la Peña Oroel
(Penya Uruel) encontramos la embocadura a lo que parece un pequeño callejón,
escondido, angosto y duro que se ha rotulado como Valle de Gistaín; eso sí, en compensación, nos hemos adentrado ya
en la zona en la que el ayuntamiento ha incorporado un callejero bilingüe en lengua
castellana y aragonesa, será que nos
estamos aproximando más a los pocos valles donde se conserva esta última. En honor a la verdad, una vez que vamos
avanzando por este urbanita “val de
Chistau”, hay que reconocer el esfuerzo de sus vecinos por arañar un poco
de terreno para ubicar algo parecido a un jardín que suavice la dureza de la
arquitectura que los rodea. Prácticamente paralelo al Val de Chistau, dos
calles más abajo se sitúa la calle Cañón
de Añisclo y, en este caso, el nombre va muy acorde con la disposición de
la vía que queda encañonada entre
unos humildes bloques de pisos obreros con pequeños jardines muy bien cuidados
junto a las respectivas entradas y las vallas del colegio público E. López y López al otro lado, de tal
manera que sólo permite el paso de viandantes en pareja a lo sumo.
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Calle Cañón de Añisclo |
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Valle de Broto |
Recorremos todo el cañón y
hacemos un punto y aparte porque la ocasión lo merece. Hemos llegado a la avenida Valle de Broto que se ha convertido en una de las arterias principales
de la margen izquierda del Ebro y de toda la ciudad, uniendo los barrios que
quedan a ambos lados de la Avenida de
los Pirineos (la carretera de Huesca); es decir, los más recientes del lado del Actur y Parque
Goya con los más añejos y populares del Arrabal, Picarral, La Jota … hasta
cruzar de nuevo el río por el puente de la Unión hacia Las Fuentes y los barrios del este y del
sur.
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Calle Monte Perdido |
Avanzando un poco más hacia el
norte, un poco escondida (otra vez en justa correspondencia al topónimo), llegamos
a la calle Monte Perdido que no tiene ni de lejos las dimensiones ni la
belleza que caracterizan al macizo pétreo más emblemático de nuestra tierra. Lo
único a destacar son unos imponentes ejemplares de pinos piñoneros que bordean
las aceras y revientan el asfalto con la fuerza de sus raíces. En estos últimos
años, he visto cómo alguno ha sucumbido a las motosierras municipales
precisamente porque su grandioso porte unido al fuerte cierzo que azota esta
tierra amenazaba la integridad de los viandantes.
Muy cerquita, casi a la sombra de
los Treserols, nos encontramos con Lucien Briet, o mejor dicho, el colegio
público que honra a uno de los pirineístas más reconocidos por estos lares, el francés más aragonés como lo
calificaron en vida sus amigos del Alto Aragón, cantor de las bellezas de
Ordesa y promotor de la creación del Parque Nacional. Todos esos méritos, me
consta, pesaron a su favor cuando hace poco más de una década hubo que elegir
un nombre para este colegio bilingüe español-francés.
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Colegio Lucien Briet |
Nos pasamos al otro lado de la
carretera de Huesca (recordad, Avenida de los Pirineos) y tenemos un buen paseo
por delante hasta encontrarnos con la Ronda
de Boltaña. Salvo que nos hayamos pertrechado de buen calzado será mejor
que cojamos una bici o un patinete de estos que han proliferado repentinamente
por todas las aceras pues tenemos que llegar hasta los límites de la ciudad y
del nuevo barrio Parque Goya II que es el que enmarca esta gran avenida. Una
vez allí, nos produce cierta tristeza comprobar que, pese a la amplitud y la
prestancia que le da el abundante arbolado a la vía con la que se le honra, la Ronda verdadera no encontraría vecinos a
los que rondar si se decidiera a entonar sus canciones por estas aceras amplias
y cuidadas pero totalmente inhóspitas; lo que, por otra parte, no deja de ser
metafórico y un punto de concomitancia
con muchos de sus temas dedicados a lugares sin gente. Eso sí, como no hay
paredes en las que poner azulejos se optó por una manera muy elegante de rotularla,
una placa metálica colocada en un monolito que preside la avenida y que, los
propios rondadores, bajaron a inaugurar.
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Ronda de Boltaña |
Hasta ahora la ruta ha
transcurrido por una zona muy familiar para mí, sólo he tenido que variar
ligeramente algunos de mis desplazamientos habituales en busca de los lugares
evocados por unas letras encerradas entre media docena de azulejos de clásico
diseño. Sin embargo una vez completado el recorrido por estas calles de la zona
norte de la ciudad (o del “barrio sur de Huesca”, como lo llaman con retranca
los oscenses), caigo en la cuenta de que hay algunas ausencias notables así que
me pongo a investigar en San Google y
descubro que las localidades de Aínsa y
Boltaña no tienen cabida en el casco urbano, para encontrarlas habría que
salir de la ciudad en dirección Valencia y desplazarse hasta el barrio de Santa
Fe, lo cual, además de físicamente, también se aleja del objetivo de esta ruta
“sobrarbense” por el casco urbano zaragozano.
Sin embargo, he descubierto que las calles
Ordesa y Torla, topónimos que igualmente había echado en falta, existen y
se encuentran en el otro extremo de Zaragoza, en la zona alta de la ciudad, el barrio
de Torrero; así que dedico una mañana de domingo a acercarme hasta allí, un
paseo ciudadano de casi nueve kilómetros entre ida y vuelta (un buen
entrenamiento para cuando emprenda la caminata por los territorios genuinos) y,
una vez en el lugar, comprendo por qué no tenía conocimiento de su existencia.
Son dos calles sin personalidad, prácticamente idénticas, paralelas y muy
próximas, que no llegan a los cien metros de longitud cada una y que forman parte de uno
de los múltiples grupos de casas sindicales del franquismo (la Obra Sindical
del Hogar). Si bien es la misma topología de bloques de pisos que alojaban
prácticamente el resto de topónimos de nuestra comarca en el barrio del
Arrabal, aquí se me antojan todavía más humildes y tristes si cabe y, si en una mañana soleada y primaveral de un
domingo de este año 2019, me causan esta amarga impresión no quiero ni imaginar
qué sería cuando se levantaran, no sólo por la época gris en sí misma sino
porque además en lugar de los espacios abiertos y de construcciones modernas en
los que ahora desembocan, en su momento ambas calles abocaban directamente a
las tapias de la antigua cárcel de Torrero, hoy derruida, y los árboles que
ahora dan cierta sombra y señales de vida al espacio entre bloques no serían
mas quecalle incipientes brotes.
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Número 13 de la calle Torla |
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Calle Ordesa |
Termino este recorrido urbano de la
comarca por las calles de la última capital del antiguo Reino, en la creencia
de que no se me ha escapado ninguna referida a nuestra comarca pero lo hago con
estrambote, a la manera de los clásicos, una humilde referencia a un rincón sobrarbense muy personal; se trata de
un pequeño murete que alberga una torpe reproducción de una ilustración de
Ramón Acín para el libro
La
fiesta del Árbol de
Joaquín Costa publicado en 1925 por la editorial de Vicente Campo en Huesca. En
mi caso, se trata de una alegoría a una entrañable carrasca sita en Troncedo
(La Fueva) a cuya sombra se han cobijado y han soñado varias generaciones de mi
familia.
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Mi casaaaa (no la de E.T.) |
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Dibujo de Ramón Acín |
P.C. (Artículo publicado en la revista El Gurrión, nº 156)