Terminé este segundo libro de Luz hace un par de días. He de confesar que lo he leído con interés pero con sentimientos encontrados. El recurso a temas esotéricos y la pasión amorosa que enlaza el pasado con la actualidad me parecían, en mi modesta opinión, demasiado artificiosos para contar la historia principal, la de los terribles sucesos acaecidos en un pequeño pueblo de la Ribagorza a finales del siglo XVI. Lo más atroz del relato era precisamente que se tratara de hechos históricos que nos tocan tan de cerca en el espacio y también en el tiempo, al fin y al cabo, cuatrocientos años no corren igual en una gran ciudad que en un pequeño núcleo de casas de estas montañas, donde en la gran mayoría se han seguido perpetuando las mismas familias a lo largo de estos cuatro siglos y se han repetido las mismas historias generación tras generación al calor del fogaril. Aunque, oh casualidad, precisamente esta historia había sido olvidada o ignorada, seguramente por lo vergonzante de las ejecuciones además del modo y las razones que empujaron a cometerlas. Me imagino que no pasaría mucho tiempo antes de que los habitantes del lugar se dieran cuenta de la tremenda barbaridad que se había cometido y llegaran, cada uno por su lado, al acuerdo tácito de silenciarlas para siempre, quedando sólo un pequeño eco de los hechos en torno a leyendas o supersticiones sobre la brujería que, ésas sí, se habrían ido transmitiendo entretejidas en los relatos de otros cuentos mitológicos y tradicionales.
Leí las últimas páginas del libro, las referencias bibliográficas y los agradecimientos de la autora, en el AVE que me trasladaba de Madrid a Zaragoza y, poco más de dos horas después de bajar del tren, había ya pasado Graus y enfilaba con el coche la carretera de Troncedo. El paisaje familiar, mil veces recorrido, me enfrentó como siempre con el solitario y robusto Turbón, tantas veces contemplado y admirado. Y entonces sucedió algo inaudito, un instante en el que sentí que lo veía por primera vez, que no era la montaña conocida y fijada en mis recuerdos desde que tengo conciencia de tenerlos, ahora era el monte Beles y los campos a mi derecha, los que miran hacia el valle del Ésera, eran similares a los que Brianda de Lubich en el siglo XVI y Brianda de Anels, en el XXI, recorrían apasionadamente en busca de serenidad y libertad. Y aunque parezca que adopto un tono místico del que he empezado de alguna manera renegando, tengo que reconocer que el magnetismo que impregna la novela pareció como si se me revelara a través de la contemplación de esa mole de roca y misterio que domina el valle. La distancia y cierta frialdad con la que había pasado las páginas, que no indican que a la vez no me sintiera atrapada por ellas, se dispersaron, haciéndome comprender o aceptar sin reparos los elementos más pasionales del libro, la fuerza del relato*.
De todas maneras sigo manteniéndome en que la parte referente a la actualidad está un poco sobredimensionada, la potencia de los acontecimientos del siglo XVI son la clave y una se queda con ganas de saber más. En este sentido, agradezco a la autora todas la bibliografía aportada.
*Nota: Uno de los datos que me sorprendió prácticamente al final de la lectura
fue el de la edad de la protagonista cuando la ejecutan, la cifra es una
sacudida que nos sitúa definitivamente en la época, cuando la vida era
mucho más corta e insegura pero a la vez, o precisamente por ello, se
viviría con más intensidad. La fuerza, el arrojo y la determinación de
Brianda difícilmente pueden haberse alcanzado en lo que hoy en día son los
primeros años de una juventud recién salida de una larga y prolongada
adolescencia, concepto que en el siglo XVI ni siquiera se nombraba,
era un período vital inexistente.
El Turbón desde Troncedo |
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