Cuando una joven compañera me recomendó este
libro no podía adivinar hasta qué punto iba a interesarme. No es la típica
lectura que me gusta emprender en verano, me inclino más por novelas
gruesas y densas que abundan en personajes apasionantes y en tramas entrelazadas de tal manera que te
“enganchan” sin encontrar el momento de abandonar la historia, ya sea a costa
de robar el espacio a la deliciosa
siesta veraniega o las horas al sueño nocturno. Son ese tipo de lujos
que sólo se pueden alcanzar en
vacaciones, libres de horarios y obligaciones ineludibles. Pero “Los desorientados”,
título que encierra sutilmente un doble sentido, no es precisamente ese tipo de
novela, no se puede leer ligeramente. Exige una concentración y un ritmo pausado que permita asimilar y digerir
las profundas reflexiones que el autor
va dejando caer. Lo que parecía una trama más o menos previsible de un grupo de amigos que se reencuentran
después de los años, con las correspondientes dosis de nostalgia, afectos y desafecciones,
cuentas pendientes por cerrar y diversas
peripecias vitales marcadas por la guerra, se transforma en muchos pasajes en
un lúcido ensayo sobre las claves del
mundo actual, los fundamentos históricos y azarosos que nos han llevado a donde
estamos y en una inquietante premonición
de lo que este siglo XXI nos depara. “El
siglo XX ha sido el de las monstruosidades laicas; el siglo XXI, será todo lo
contrario, la vuelta al palo (…) El comunismo sometió a los hombres en nombre
de la igualdad; el capitalismo los somete en nombre de la libertad económica”.
Menos mal que en algún momento de la lectura, el autor también nos reconforta
con otra cita: “Más vale equivocarse en
la esperanza que acertar en la desesperación”, ¿quizá porque está deseando
profundamente no acertar en sus vaticinios? Por si todo esto no fuera bastante,
también el libro es un buen tratado sobre la infancia perdida y las sinceras
amistades capaces de resistir
los embates de la distancia, el tiempo y la decepción sin dejar de apuntar
algunas reflexiones sobre otros aspectos de la condición humana.
Llegados a este punto alguien estará pensando qué relación tienen este libro y esta reseña con Troncedo,
aparte de que haya sido el entorno en el que se ha abordado su lectura. Pues tienen mucho que ver.
Primero, porque aunque la historia se desarrolla en un lugar de Oriente Próximo
que, por cierto, no se nombra en las más de 500 páginas de texto, los temas que
aborda son de orden mundial y todos los que habitamos bajo las tejas de los
tejados de este planeta llamado Tierra nos vemos y nos veremos directamente
“tocados” por los conflictos políticos y religiosos que se tratan; y segundo, más
trivial pero muy cercano, tiene que ver con algunas conversaciones mantenidas
en las tertulias veraniegas de por aquí, en las que uno de los temas recurrentes suele ser
la relación entre algunos de los habitantes de hecho de nuestros pequeños pueblos (los
nuevos pobladores) y los que nos consideramos habitantes de derecho, por
descender precisamente de los antiguos pobladores, aunque la realidad sea que
aparecemos por aquí sólo en vacaciones y fines de semana.
En la página 403 se puede leer un consejo que no me resisto a copiar literalmente:
En la página 403 se puede leer un consejo que no me resisto a copiar literalmente:
“Cuando estás afincado en un pueblo, vale más no dar impresión de autarquía
y de que no se necesita a nadie. Porque en tal caso enseguida se hace uno
enemigos y tiene mala reputación. A la gente le entran, forzosamente,
curiosidad y cierta desconfianza cuando se entera de que han venido a
instalarse cerca de ellos unos forasteros. En un pueblo enseguida se pone en
marcha el molino del chismorreo. Que esa buena mujer, Olga, tenga las llaves
del monasterio, venga aquí de vez en cuando con su marido o con su hija, o con
su hermana, o con una vecina, lo cambia todo. También nos hace los recados. Las
personas de los alrededores – los granjeros, el tendero de ultramarinos, el
panadero, el carnicero- están convencidas de que nuestra presencia es una
bendición, y no sólo porque recemos por ellas.
Este principio lo aplicaba ya en la época en la que me encargaba de
obras públicas. Cuando llegábamos a una ciudad pequeña, quienes llevaban la
gestión del proyecto intentaban a veces explicarme que sería más práctico y más
barato traérnoslo todo nosotros. Y yo, en todas las ocasiones, les decía: ¡No!
¡Id al mercado, comprad todo lo que haga falta y no os andéis con regateos en
el precio! La gente tiene que consideraros un chollo y echaros sinceramente de
menos cuando os vayáis.”
Estas palabras las dice un
antiguo ingeniero de éxito reconvertido en monje de un monasterio cristiano
ortodoxo perdido entre las montañas de algún lugar del Líbano pero ¿a que bien podrían haberse pronunciado en
la terraza del bar de Troncedo mientras esperamos la puesta de sol con una
cerveza en la mano? Es una de las grandes virtudes de los libros, descubrirnos que, a pesar de las diferencias culturales geográficas y temporales, todos somos muy parecidos.
“Los desorientados”, Amin Maalouf, Alianza
Literaria
En Troncedo también andamos un poco "desorientaus" de tanto mirar a occidente |
No hay comentarios:
Publicar un comentario