En aragonés llamamos “barza” y “barzal” a lo que en castellano se llama zarza y zarzal. La “barza” tiene como nombre científico: Rubus fruticosus L. y es de la familia de las Rosáceas. Ésta es la descripción de sus características: “Arbusto
caducifolio de hasta 2 m de altura, muy ramificado y armado de
aguijones. Tallos primero erectos, luego colgantes, algunos reptan por
el suelo y otros trepan mediante las espinas. Hojas muy aserradas de
color verde oscuro por la haz y verde grisáceo y con pilosidad por el
envés. Flores blancas o rosadas, de 2 cm de diámetro. Frutos negros,
brillantes, de sabor agradable. Se distribuye por toda Europa en los
claros de los bosques, matorrales, así como en los bordes de los campos y
caminos. Es una especie muy variable. Se distinguen hasta 200
subespecies debido a la facilidad con que hibridizan (característica
común en todas las rosáceas)”
Tengo para mí (como he leído que escriben algunos) que el problema de las “barzas”
es que constituyen una maldición bíblica no explícita, pero evidente.
Basta leer este pasaje evangélico para percatarnos de lo que digo: Éxodo 3c... y
llegó Moisés al Horeb, la montaña de Dios. El ángel de Yhaveh se le
apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la
zarza estaba ardiendo, pero que la zarza no se consumía… Pues, ahí está la cuestión; porque si se hubiera consumido, ¡adiós barzas!
Yo creo que hubo en ese momento un defecto de fabricación y que fue un
error hacerlas de material incombustible. Los niños de mi quinta que
nacimos y vivimos en los pueblos, seguro que recordamos haber visto a
nuestros padres quemar barzales en otoño o en invierno (todos los años) y comprobar cómo brotaban de nuevo, como si tal cosa, en la siguiente primavera.
El
caso es que practicábamos el barzing todos los años y con mucho
fundamento, que decía el otro. Recordando tiempos pasados, vienen a mi
memoria varios momentos relacionados con las barzas. Durante el
mes de diciembre de cada año, los chavales en edad escolar recorríamos
las huertas, la glera del río y los montes próximos al pueblo para ir
recogiendo materiales que alimentasen la “hoguera de Nochebuena” que
cada 24 de diciembre encendíamos en la Plaza. Una de las piezas más
cotizadas eran los barzales porque arden con facilidad y animan con rapidez el fuego para que se enciendan a su vez troncos y “tozas”
de árboles (conjunto formado por la base del tronco y las raíces,
mezclado con algo de tierra…). Si veíamos a alguien del pueblo que
estaba limpiando alguna margen de un campo o de un huerto, le decíamos
que nos guardara el barzal para la hoguera de Nochebuena
(también llamada por nosotros hoguera de Navidad, porque, en realidad se
encendía a las 12 de la noche del día 24 de diciembre, un poco antes de
la misa de gallo). Luego las peripecias que pasábamos para
transportarlo hasta el depósito de leña y hasta la Plaza solían ser
curiosas. Lo mismo hacíamos cuando éramos nosotros mismos los ayudantes
de nuestro padre a la hora de ejecutar alguna de esas limpiezas de
márgenes: reservábamos el barzal para la gran hoguera colectiva. Las barzas se cortaban con tijeras de podar, con “dallos” (guadañas) o con el “cortabarzas”
y en todos los casos, acababa uno señalado, con gotitas de sangre,
espinas clavadas, rasguños de variadas dimensiones y cien veces repetida
la fina expresión: “las putas barzas”, cada vez que nos acariciaba alguna de ellas.
En las épocas de siega manual, en las que se hacían gavillas en el campo y luego se ataban en fajos, solía haber unas barzas poco desarrolladas que se extendían por el suelo y que llamábamos “richoleras”… Al tratar de coger las gavillas, esas barzas constituían frecuentemente desagradables sorpresas “acariciando” nuestras manos y brazos.
En cambio, en primavera cortábamos, pelábamos y nos comíamos los brotes verdes de las barzas
(a pesar de que no eran un manjar exquisito). Ya tenían espinas, pero
eran tiernas y no se clavaban y al final del verano asaltábamos los barzales
para darnos algunos atracones de moras. Las moras nos las comíamos tal
como las íbamos cogiendo, pero nos gustaba ensartarlas en unas hierbas
que llamábamos “lastón” y así, cuando regresábamos al pueblo, teníamos una pequeña reserva de dulce alimento antes de refugiarnos en casa.
Me ha contado mi padre varias veces la siquiene historia: Habia un ciego que queria comprar un campo, y el dueño le explicaba cuan buena era la tierra, entonces el ciego le pide que le acerque una zarza para atar al burro. El dueño del campo se indignó rapidamente diciendo que no encontraría ni una, y en estas que el ciego le dijo que no compraria un campo sin zarzas porque son señal de buena tierra.
ResponderEliminarRocío.